Tras las huellas de la Mojana y la boca de un cura
Sus poderes eran legendarios en la región, ya que podían curar, invocar o causar la muerte a alguien sin que estuviera presente. Cuatro entregas de esta historia fueron publicadas en la revista Lámpara de Álvaro Mutis en 1952, y luego en El Espectador en 1954.
Parte de las historias que se vivieron y tejieron en ese lugar, fueron narradas al nobel por abuelos, tíos, amigos y vecinos, y luego lo inspirarían para crear ese territorio mágico que ha marcado no sólo a un país sino al mundo en obras como ‘Crónica de una muerte anunciada’, ‘La mala hora’, ‘Los funerales de la mama grande’ y ‘Cien años de Soledad’.
Así, Gabo hace de la vereda de La Sierpe una pequeña ventana donde se cuelan estas historias que no solo se encuentran allí, sino también en toda la vasta región de La Mojana, un complejo hídrico que hoy cobija los departamentos de Antioquia, Bolívar, Córdoba y Sucre.
Este territorio, lleno de ciénagas, humedales y caños, es atravesado por los ríos San Jorge, Cauca y Magdalena, lugares que hasta hoy siguen siendo escenario de sucesos extraordinarios. Magangué, Nechí, San Jacinto del Cauca, Achí, Ayapel, San Marcos, Guaranda, Majagual, Sucre (el municipio, no el departamento), Caimito, San Benito Abad, Pinillos, Montecristo y, por supuesto, La Sierpe, son una extensión del realismo mágico que todos conocemos. Hoy sabemos que este lugar, casi mítico, sigue siendo real y que sus aguas esconden secretos que palpitan en cada rincón.
Bien se narre a través del mito del Mohán, la Marquesita o el legado de los indígenas panzenú, quienes construyeron un sistema hidráulico para adaptarse a este laberinto hídrico de 500.000 hectáreas, La Mojana es un ecosistema que se empantana y se seca cuando lo necesita sin anunciarse.
Sin embargo, desde hace casi un siglo, los desbordamientos de ríos y caños han llegado a subir de tal manera, que han arrasado a su paso con cultivos, ganado, caballos, perros, gallinas y electrodomésticos.
Es así como los mojaneros han tenido que adaptarse año tras año a vivir con el agua al cuello en estas pequeñas venecias costeñas. Esta situación tiene diversas causas, unos se lo atribuyen a la maldición de La Marquesita, otros a la deforestación resultado de la ganadería expansiva, y otros, a las obras de ingeniería mal ejecutadas.
Hoy cerca de 250.000 personas no tienen hogar ni sustento por causa del agua y, aunque existen miles que se han desplazado hacia otros municipios y departamentos, hay quienes se rehúsan a dejar esta región.
Orlando Fals Borda expresó esta capacidad de adaptación de sus habitantes llamándolos pueblos anfibios, mostrando cómo el agua ha moldeado la identidad de los mojaneros habituados a resistir y sobrevivir los sobresaltos de este ecosistema.
Cada pueblo tiene su forma de reinterpretar este rasgo; en Majagual, en lugar de anfibios se identifican como tarulleros, como la planta invasora de flor violeta que flota en todo el ecosistema. En San Marcos se habla del hombre hicotea, como la tortuga, un homenaje a la paciencia y tenacidad de los hombres de la región.
Se dice que muchos mojaneros andan descalzos la mayor parte de su vida porque necesitan sentir el agua cerca. De esta manera, lo anfibio deja de ser una metáfora para convertirse en una forma de vida, una identidad que se lleva en el alma, donde cada inundación y cada sequía es un recordatorio de que en La Mojana vivir es también aprender a resistir.
A las seis retumban las campanas de la catedral anunciando la primera misa del día en honor a la Virgen de la Candelaria, la patrona de la ciudad. Se dice que bajo el altar mayor, donde se encuentra su retrato, fluye un caño en el que se encuentra el Mohán encadenado. De acuerdo con la leyenda, cuando los pecados de los magueños superan sus bondades, la Virgen levanta un poco su bendito pie para dejar que el Mohán se manifieste haciendo crecer el río.
El bote no se sacude porque no hay olas. A lado y lado se pueden ver techos de casas que asoman su cabeza como si jugaran a las escondidas, muchas de ellas eran hogares de personas que tuvieron que dejarlo todo atrás. Los árboles raquíticos y otros enanos asoman su copa en la superficie y algunas vacas y toros toman agua en la orilla de las islas que a duras penas flotan en La Mojana.
Así como la Virgen de la Candelaria protege a Magangué de los caprichos del río, en otros tiempos fue la Marquesita quien, con su poder sobre el agua, moldeó el destino de estas tierras.
Las cinco marquesitas
Estos misteriosos dones no solo la convirtieron en un personaje temido y respetado, sino que también vincularon su espíritu con las aguas de la ciénaga, que aún hoy, según la creencia popular, sigue manifestando su influencia.
“La Marquesita es al mismo tiempo la ciénaga. Todos esos poderes de encontrar a la gente o de destruirla, la ciénaga también los tiene. La ciénaga te quita y te da”, dice el sociólogo Henry Huertas, originario de San Marcos, quien ha dedicado años a estudiar a La Mojana, sus habitantes, su historia.
Investigadores como Huertas, Orlando Fals Borda, Flor María Hernández Jaraba, Luis Striffler y Dasso Saldívar han rastreado la vida de cinco mujeres de abolengo en el Mompox colonial: Isabel Madariaga, Ángela Susana de la Sierpe y Guevara, María Amalia Sampayo de Álvarez, María Josefa de Tres Palacios y Serra y Doña María Josefa Isabel Juana Bartola de Hoyos y Hoyos, Marquesa de Torrehoyos, que parecen ser la Marquesita que narró Gabo. Todas están unidas a la leyenda, no sólo por su linaje, sino por los atributos casi sobrenaturales que se les adjudican a algunas de ellas.
Cuentan que Isabel Madariaga tenía un pacto con el diablo que le permitía multiplicar sus reses e inundar el cielo con miles de palomas que parecían nubes, pero tras su muerte, la magia se esfumó. Los toros y vacas empezaron a bramar desesperados, las aves huyeron y los animales domésticos buscaron refugio en el monte. Se dice que su ganado, como si estuviera bajo un embrujo, comenzó un viaje interminable, las reses, guiadas por un canto vaquero que resonaba desde el más allá, abrieron con sus pezuñas el caño Carate.
María Amalia Sampayo de Álvarez, a quien Gabo conoció, fue despedida en un funeral que dejó boquiabierto al Nobel. Matrona poderosa, su entierro, lleno de pompa y lujo, se grabó en la memoria colectiva de la región y se dice que lo inspiró a la hora de escribir ‘Los funerales de la mamá grande’.
María Josefa de Tres Palacios y Serra fue una mujer que no tuvo descendencia, pero cuya fama de curandera traspasó fronteras. Cuando murió en Barcelona en 1831, su partida estremeció a Mompox. Durante la misa en su honor, el techo se quebró y la torre de la iglesia se desplomó como si el templo no pudiera soportar la noticia de su muerte.
Por último, María Josefa Isabel Juana Bartola de Hoyos y Hoyos, Marquesa de Torrehoyos, tras enviudar del mariscal Mateo de Epalza, se volvió a casar con un miembro del ejército realista liderado por Pablo Morillo. Poco después se fue quedando ciega y cotuda por lo que empezó a utilizar un encaje alto en su cuello.
El día en que murió su prima Tres Palacios y Serra, ella se encontraba en la iglesia de La Concepción cuando crujió el techo, por lo que fue llevada a su casa y recobrada con un brebaje de panela y jengibre. Murió sola en casa dando órdenes a sus empleados ausentes sobre sus tierras ya extintas.
En cada rincón de la región, la Marquesita es más que un mito. Es un símbolo, una advertencia de que, en estas tierras, lo natural y lo sobrenatural se funden. La ciénaga, que parece tranquila, guarda secretos que solo aquellos dispuestos a escuchar pueden descifrar.
Además del mito de su muerte y el viaje eterno de su nutrido ganado como culpable de la inundación de la ciénaga, hay otros posibles protagonistas que contribuyeron a que, hoy por hoy, muchos mojaneros tengan que entrar en chalupa a sus propias casas.
El cura ingeniero
De acuerdo con Julián Díaz Arce, un reconocido gestor cultural, el sacerdote llegó a Majagual en 1938 gracias a la misión de Burgos con ideas novísimas para transformar el municipio. Su intención era, sobre todo, mejorar el sistema de aguas que enfermaba a niños y adultos por igual y que, en sequía, dejaba al pueblo sumido en la desolación.
Por ello, el sacerdote propuso a los magualareños abrir un boquete para unir el caño Mojana con el río Cauca, en el sector de Morro Hermoso, y a esa intervención se le llamó ‘Boca del cura’ en su honor. Con lo que no contaban fue que el agujero de dos metros se abriera de tal manera que permitió la entrada de un mayor volumen de agua alterando el ecosistema para siempre.
“Lo que él buscó como solución se le convirtió en un problema porque todo se inundó”, cuenta Julián Díaz. ‘Boca del cura’, con el tiempo, se transformó en un cauce que comunicaba los ríos Cauca y San Jorge y alcanzó 30 metros de ancho, provocando nuevas inundaciones que han tenido a los habitantes de esta región a merced del agua, del hambre y del paludismo.
El expresidente López Michelsen tuvo en la mente a este sacerdote durante mucho tiempo, pues en 1982 en el periódico El Tiempo no se contuvo para utilizarlo como ejemplo de lo que no se debía hacer en el país. “...porque un cura que no sabía de hidráulica, un cura que no sabía de ingeniería, un cura que no sabía de planificación, resolvió que se le podía abrir una boca al río para que se pudiera regar en los veranos. Y puso a toda la población a abrir lo que hoy se conoce como ‘la boca del cura’. Y por la boca del cura se metió el río Cauca e inundó todo el territorio de La Mojana. Se perdieron para la economía 400 mil hectáreas, y todavía los gobiernos tratan de taparle la boca al cura que metió la pata”.
El sacerdote murió en la década de los 50 oficiando una misa en la iglesia de San José. “Cuando fue a levantar la copa y la hostia con las dos manos, le dio un paro cardíaco y cayó sobre el púlpito donde ahora está enterrado”, narra Julián.
Aunque su obra dejó una cicatriz imborrable en la región, el padre Gavaldá sigue siendo una figura querida en Majagual. No por su papel en la situación de las inundaciones de La Mojana, sino por las tierras que, con astucia y tenacidad, logró gestionar con las familias más acaudaladas para levantar un colegio y el cementerio del pueblo.
Los remiendos de La Mojana
El agua, antes escasa, ahora se deslizaba sin piedad. Las cifras eran desoladoras: 60.000 almas sin hogar, y una economía que perdió 300.000 panelas y 350.000 cabezas de ganado solo en 1954.
El esplendor que prometía Sucre, Sucre, con su ingenio panelero, sus dos cines y hasta una pista de aterrizaje, quedó también sepultado bajo las aguas. El municipio que se perfilaba como refugio para inmigrantes árabes, libaneses y franceses, vio cómo esa prosperidad se esfumaba con cada crecida, ahogando esperanzas de bonanza.
Se plantearon soluciones como taponar el boquete o instalar exclusas, pero no fue sino hasta el 10 de abril de 1969 que, en una victoria efímera, el Gobierno cerró la herida que Boca del Cura había abierto. Sin embargo, el agua, siempre paciente y persistente, encontró otros caminos, abriendo nuevos boquetes en lugares inesperados.
Décadas de esfuerzos por domar esta tierra anfibia, con diques y canales, se esfumaron. Hoy La Mojana sigue sumergida en su propia historia bajo la amenaza de un nuevo boquete, el de Caregato, que mantiene a la región en su eterna lucha con el agua. Casi un siglo después, aún se discuten soluciones, mientras los habitantes, siempre con el agua al cuello, esperan una redención que parece no llegar.
Hoy, aunque algunos maldicen su legado, hay quienes comprenden que La Mojana siempre ha estado atada al agua, desde los tiempos en que los panzenúes tejieron canales para domar la ciénaga. Algunos señalan que, quizás, volviendo la mirada a esos antiguos saberes, se pueda encontrar una forma de reconciliarse con la cuenca, en lugar de intentar doblegarla.