ENTREGA 4
Despedida de almas según La Mojana
Cuando aparece una lechuza, el pueblo sabe que se avecina una tragedia o un nacimiento, pero es a los goleros a quienes más temen en Sucre, Sucre. Si tres de ellos se posan de un lado de la cruz de la parroquia y otros tres del otro, el aviso es claro: habrá una muerte.
Fueron tantos los fallecimientos predichos por estos animales que un día el sacerdote del pueblo, el padre Benkos, decidió espantarlos. Armado solo con una escopeta, el cura disparaba al cielo para alejarlos de la iglesia cada vez que los veía, intentando acabar con el mal augurio de su llegada. Pero, como si estuvieran anclados al destino de la región, los goleros siempre volvían y con ellos, la muerte.
Cuando una persona muere en La Mojana no hay un solo ritual que se parezca a otro; desde Magangué hasta Caimito, desde Ayapel hasta la vereda Belén, cada comunidad y familia tiene una forma de velar y cuidar a sus muertos, ya sea con cuentos, rezos o cantos.
En San Marcos y Sucre, Sucre, por ejemplo, familiares y amigos se reúnen a compartir cuentos hasta el amanecer, como parte de un ritual para acompañar el viaje del difunto.
Para los mojaneros, la palabra también es una forma de sobrellevar el dolor. Es así como las salas de las casas y haciendas se llenan de cuentacuentos y oyentes que se sumergen en las anécdotas de quien se tome la palabra. Hay ocasiones, en las que se propone un desafío: si alguien cuenta una historia sobre un loro, todos los presentes tienen que hilar relatos sobre estos animales, mientras la tristeza se rebaja con aguardiente, ñeque, panecillos y panela en hojas de bijao.
Por más que intentó, éste no pudo salir del cuerno que lo tenía elevado en los aires, y durante días tuvo que someterse al ritmo del animal: beber agua cuando éste se acercaba a un arroyo y arrancar raíces para comer, cuando masticaba hierba.
Solo tuvo una oportunidad para escapar cuando se aferró a las ramas de un árbol en el momento en el que el toro se rascaba un cuerno con su tronco. Ocho días estuvo atado al animal y, cuando llegó al parque de Santa Lucía todo magullado pero vivo, más de un vecino creyó estar viendo un fantasma.
El hombre contó que un día fue a cazar pisingos, (patos canadienses) en la ciénaga. Cuando llegó, vio una nube de miles de estas aves y al darse cuenta de que contaba con un solo tiro en la escopeta, se le ocurrió una idea: regresar al pueblo y comprar metros de cuerda.
Cuando volvió, los patos nadaban en la ciénaga, así que se metió ágilmente al agua para atar a los animales uno a uno. Luego, Antolín se amarró la cuerda al cuerpo, después la ató a un árbol de suán y echó un tiro al aire.
Tal fue el estruendo, que la masa de pisingos voló con fuerza arrancando el árbol y llevando consigo a Antolín, quien se aferró al tronco y cerró los ojos hasta que apareció en el parque de Santa Lucía de Sucre, Sucre. Los oyentes de la hazaña le dieron palmadas al hombre y así siguieron el velorio contrapunteando historias endulzando la muerte hasta el amanecer.
La magia de La Mojana, hay lugares donde también se acompaña el luto con relatos, y hay otros donde el rezo es el protagonista gracias a unos pocos que aún consagran su vida a despedir a las almas durante nueve días.
Los rezanderos
Henry Huertas recuerda que sus abuelos fallecieron el mismo día con algunas horas de diferencia. y cada noche, a las nueve, el rezandero daba la indicación: “¡cierren las ventanas y desmonten la mesa!”, como si con esas palabras el viento entendiera que debía apartarse para dejar pasar a los espíritus.
El último día del novenario tenía su propio ritual solemne. Antes de que la oscuridad lo devorara todo, el rezandero pedía que sobre la mesa se colocara un vaso de agua con un algodón flotando en él. Decían que ese gesto era para saciar la sed de las almas que todavía vagaban, antes de su descanso definitivo.
“¡Abran la ventana, apaguen las luces!”, decía, como si las sombras mismas fueran una guía para los muertos. Cumplido su deber, el rezandero se marchaba en silencio, como si él también fuera parte del ritual que se esfumaba con el amanecer.
Esos rezanderos, con sus plegarias y susurros, mantienen vivos los últimos vestigios de una espiritualidad que, aunque en retirada, aún se resiste a morir. Hay quienes recuerdan a la señora Mutis, mujer de rezos extraños, que utilizaba el Padre Nuestro, pero cambiaba algunas palabras que parecían salir de otro mundo.
Otra rezandera conocida es Angélica Regina Reales quien le contó al padre Ubaldo Díaz que cree que su oficio está a punto de desaparecer porque la gente se está muriendo poco en La Mojana. Regina es conocida en La Mojana por mezclar el canto de la zafra mortuoria con oraciones en latín, rituales indígenas y cimarrones.
En un universo donde el agua atraviesa canoas y paredes, y los espantos y brujos no se esconden en el fondo de la ciénaga, sino que deambulan a plena luz del día, el juego cumple un papel vital dentro de La Mojana, y hasta hace poco, hacía parte también de los rituales de velación, jugar dominó y cartas en el caso de que los fallecidos fueran adultos y cantar rondas infantiles, en el caso de que fueran niños y niñas.
Despedir a los niños entre juegos
"Allá arriba hay un barco
¿Qué traerá?
La tinta verde,
La colorá."
El historiador y poeta Isidro Álvarez recuerda que entre los juegos y rondas que se hacían en los velorios de un niño, había uno que se llama ‘¡Pinquilín, cierren baúles!’, en el que los familiares y allegados se sentaban en una banca y todo el mundo ponía las manos hacia atrás, entonces una persona decía: “se esconde la sortijita, se esconde la sortijita…” y escondía un anillo en las manos de alguno sin que los otros se dieran cuenta. Luego decía: ¡Pinquilín, cierren baúles! y así daba la indicación de cerrar las manos.
A su vez, otra persona que no estaba en la hilera tenía que descifrar quién era el que tenía el anillo, si no adivinaba, le ponían un castigo. Para poder escoger a la persona que supuestamente lo poseía, tenía que cantar: “tú lame plato, tú lame cuchara, tú que la tienes, dámela acá”.
Para Isidro la carga del juego de Pinquilín también está relacionada con la divinidad, con el poder de mirar más allá de los cuerpos. “Desde los tiempos de La Marquesita, los velorios se han transformado y se han convertido en espacios de encuentro del dolor, pero también de muchas formas ver el mundo a través de los cuentos, los chistes, los juegos y el azar, es todo un ecosistema”.
En la crónica de Gabo, se narra el camino que tenían que recorrer los dolientes del difunto para llevar a su muerto hasta el cementerio de La Guaripa, un trayecto cargado de simbolismos y supersticiones, según la forma en la que falleció. En estos tiempos, cada municipio cuenta con su cementerio, a excepción de algunas veredas y corregimientos que tienen que ir hasta los pueblos para dar sepultura a los suyos, como un eco de aquellas tradiciones que, a pesar del tiempo, siguen resonando en el presente.
Camino al cementerio
Aunque ya cada pueblo cuenta con su camposanto, en La Mojana siempre ocurren historias que parecen arrancadas de otro tiempo. En la Sierpe, por ejemplo, hace unos años, un torero al que le decían ‘el mico’ encontró la muerte durante una corrida y su cuerpo, como si la tierra misma no quisiera acogerlo, fue llevado de un lado a otro entre San Marcos, Majagual y La Sierpe, sin hallar reposo durante dos días.
Ni la policía ni los dueños de las corralejas le daban razón a su pobre madre sobre su cuerpo, hasta que, finalmente, lo halló guardado en una ambulancia parqueada en un garaje. Después de cumplir los ritos burocráticos que exige el país del sagrado corazón, logró sepultarlo en el cementerio de San Marcos.
En otros lugares, como Sucre, el cementerio se ha convertido en un eje turístico, donde las tumbas de personajes que inspiraron a Gabriel García Márquez se mezclan con las de los lugareños. Figuras como Cayetano Gentile, amigo del escritor y quien inspiró Crónica de una muerte anunciada, o María Amalia Sampayo, la legendaria Mamá Grande, reposan allí, vigiladas no solo por la memoria de sucreños y turistas, sino también por vacas y terneros que pastan entre las lápidas.
Cuando el padre Gavaldá, conocido por su legado en "Boca del cura", llegó a Majagual, notó la injusticia en los terrenos del descanso eterno y mandó tumbar el muro. Hoy, el cementerio está superpoblado entre vivos y muertos porque hay personas que han decidido construir sus casas entre las tumbas al no tener a donde ir.
El camino que se recorre desde el lugar en el que se vela a un muerto y el cementerio es un viacrucis de dolor, llantos y cantos, y no solo los que se encuentran en la procesión, se conmueven por el difunto o la difunta. A falta de plañideras que reciban dinero por derramar lágrimas en los funerales, han aparecido nuevos herederos de la tradición y no son precisamente humanos.
Lorenzo, el plañidero
Después de la célebre Pacha Pérez, famosa por ser la última plañidera de Sucre, Sucre, la tradición parecía haberse extinguido. Sin embargo, algunos habitantes del pueblo comenzaron a hablar de un sucesor inesperado. Durante años, el eco de sus lamentos nocturnos hizo estremecer a quienes los escuchaban desde la distancia porque parecía el llanto de una bruja, pero pronto se descubrió que el responsable de los sollozos era Lorenzo, un loro que, desde lo alto de un árbol vecino del cementerio, acompañaba la procesión de los muertos hacia su descanso eterno.
“Te me fuiste... ¿A dónde? ¿Por qué te me fuiste?” repetía el loro, con una tristeza casi humana que impregnaba el aire.
Carmen Conde, la dueña de Lorenzo, fue quien lo bautizó así. Cada noche, ella lo llamaba y el loro aparecía puntualmente, a las ocho o nueve, para unirse a la romería fúnebre que no terminaba sino hasta el otro día. Los vecinos acudían a ver al loro que se mantenía despierto hasta escuchar el ‘Padre Nuestro’ y recibir la señal de la Santa Cruz. Solo entonces, con una dignidad casi solemne, Lorenzo se daba la vuelta, mirando hacia la pared, y se iba a dormir.
Lorenzo no fue el único loro que supo cantar a los muertos de Sucre, Sucre. Otros loros, siguiendo el eco de los cantos de sus dueños y los lamentos de los dolientes, continuaron esa curiosa tradición, tomando el relevo tras la muerte de Lorenzo.
En San Marcos, por ejemplo, Marta, la vendedora de jugos, recuerda que antes, cuando el muerto no tenía familia que lo llorara, algún cristiano le pagaba a unas mujeres para que lo hicieran. Ahora, según su experiencia, ni los mismos dolientes derraman lágrimas por sus seres queridos.
Entre llantos pagados y sinceros, la muerte en La Mojana tiene muchos matices; hay quienes se mueren de vejez, hay otros que se mueren por enfermedad, hay otros que se mueren bajo una maldición y hay quienes no pueden morirse porque obtuvieron un poder que les niega ese derecho.
Sin embargo, mientras haya una rezandera que no pare de orar, un loro que recite con sentimiento los lamentos y alguien que cante el zafra, los rituales no están perdidos, así como no lo están las historias que Gabriel García Márquez retrató hace setenta años, enseñándonos que para esta región, recordar es una forma de resistir y habitar el mundo.
La ciencia de la zafra
“Ya Pacha Pérez murió,
en el camino de Zambrano,
Yo no la vi morir,
Yo vi fueron los gusanos...”
Primero se cavaba, se cubría el cadáver con siete capas de tierra, ni una más, ni una menos y, al ritmo de los pisones que resonaban como tambores lejanos, en cada verso echaban una palada y se despedían. Los que aún recuerdan el canto de la zafra mortuoria lo hacen gracias a los recuerdos de su infancia, pero ya pocos los elevan en los velorios:
“Ya te vas para otra tierra,
y me dejaste solito,
No esperaste que muriera,
para poder irnos junticos”. Canta Fabio.
Una noche de misterio
estando el mundo dormido
buscando un amor perdido
pasé por el cementerio.
Desde el azul hemisferio
la luna azul oponía
sobre la muralla fría
de la necrópolis santa
en donde a los muertos canta,
hermoso triste elegido.
El rozar un ataúd
a la boca sepultura,
es igual a un lince oscura
que el crimen a la virtud
que en eterna solitud
queda todo en movimiento
danzas ruedan al viento
la soledad aterra
y ruedan sobre la tierra
los cráneos sin pensamiento.
De acuerdo con él, la zafra mortuoria se ha ido perdiendo porque ya los entierros no son suelo sino en bóveda y hay pocos que aún recuerden los cánticos. A su vez, Julián Diaz Arce, gestor cultural de Majagual, narra que, aunque aún hay quienes conocen los dos tipos de zafras, el más cantado en su municipio es el de vaquería, sobre todo en las zonas de cultivo.
“Antes de que las máquinas hicieran el trabajo del hombre, todo era cuestión de manos y machetes. La tierra se abría a punta de rulo y garabato, y el monte espeso cedía a la voluntad de los que sabían domarlo. Para el arroz, el maíz y el pancoger, no había otro camino que la pica de monte”, cuenta Julián.
Sobre todo antes, los jornaleros se reunían en las fincas, bajo la mirada del patrón, y allí se armaba la zafra. Aún hoy no es solo trabajo, es una danza de machetes afilados y voces que cantan a coro. Así recuerda Julián un verso:
“Corta, corta, cortador,
que te da a embolar el puntero,
o te agarra el sol,
y quedas como un derrotero”.
El canto no era solo una advertencia, era ley; quien se dejara embolar, es decir quedar atrás por el puntero, era abandonado al peso de su propio machete. Y es que el avance debía ser parejo, porque en la pica de monte no había lugar para rezagados.
“Pero a veces, hombres con malicia, dejaban que alguno se quedara atrás, solo para verlo condenado a enfrentar el tramo que le tocaba, mientras el sol le marcaba la espalda”, relata el majagualareño. El camino era largo, pero lo más pesado no era la distancia, sino el silencio del que no cantaba.
y hay quienes ven en la inundación permanente el olvido de todo un país.
Inspiradas por las historias de Gabriel García Márquez, recorrimos los rincones de La Mojana y, a través de las voces de su gente, descubrimos nuevas memorias del agua. Vimos a Gabo en la ciénaga, en el parque de Sucre, en una panadería Majagual y en una esquina de San Marcos, en el cementerio, en la casa de su padre, en el caño, en el cielo y hasta en el pico de una garza.
Pero también lo encontramos en las palabras de Sergio, Lupe, Adolfo, Johny, Isidro, Francisca, Julián, Henry, y tantos más, porque son ellos —los habitantes de La Mojana— los verdaderos portadores de este mundo mágico. Un mundo que se desborda de los libros y que no solo inunda la tierra, sino miles de vidas.
La inspiración de García Márquez al escribir 'La marquesita de La Sierpe' nos invita a preguntarnos si ese realismo mágico y ese Macondo no son más reales que nunca, anteriores incluso a su creador, quien supo ver y describir su luz y su sombra.
Al final, estas crónicas no son solo palabras; son viajeras del tiempo que invitan a reconocer que en cada historia, en cada frase, se encuentra el primer ladrillo de la memoria.